En el libro escolar con tapas duras de color azul, hay pegada una foto de carnet. Seguro que esa niña con cara de interrogación en algún momento supo resolver problemas de Matemáticas; si no, no la habrían aprobado. Pero ella no entendía de números. Los números eran un mero dibujo inalterable y los nombres que los designaban no daban pie a la fantasía. Volví a mirar a la ventana y se empezó a recomponer el hilo de la memoria. Una niña en clase de Matemáticas y el profesor que dice: «Está usted en la nubes, señorita Montalvo.»
A ella le gustaba inventar palabras y desmontar las que oía por primera vez, hacer combinaciones con las piezas resultantes, separar y poner juntas las que se repetían. Las palabras un poco largas eran como vestidos con corpiño, chaleco y falda, y se le podía poner el chaleco de una a la falda de otra con el mismo corpiño, o al revés, que fuera la falda lo que cambiase. Alternando la «f» y la «g», por ejemplo, salían diferentes modalidades de paz, de muerte, de santidad y de testimonio: pacificar y apaciguar, mortificar y amortiguar, santificar y santiguar, testificar y atestiguar; era un juego bastante divertido para hacerlo con diccionario. Algunos corpiños como «filo», que quería decir amistad y «logos», que quería decir palabra, abrigaban mucho y permitían variaciones muy interesantes. Ella un día los puso juntos y resultó un personaje francamente seductor: el filólogo o amigo de las palabras. Lo dibujó en un cuaderno tal como se lo imaginaba, con gafas color malva, un sombrero puntiagudo y en la mano un cazamariposas grande por donde entraban frases en espiral a las que pintó alas. Luego vino a saber que la palabra «filólogo» ya existía, que no la había inventado ella.
— Pero da igual, lo que ha hecho usted es entenderla y aplicársela —le dijo don Pedro Larroque, el profesor de Literatura—. No deje nunca el cazamariposas. Es uno de los entretenimientos más sanos: atrapar palabras y jugar con ellas.
O sea, que le daba alas. Y ella les daba alas a las palabras, porque era su amiga, y porque ser amigo de alguien es desearle que vuele. Dibujó otra versión del filólogo más detallada, y esta vez tenía trenzas. A su espalda, un ángel de pelo escaso y nariz aguileña le estaba prendiendo en los hombros unas alas plateadas.
Al profesor de Matemáticas, en cambio, no le divertían nada estos juegos de palabras, le parecían una desatención a los problemas serios, una manipulación peligrosa del dos y dos son cuatro, una pérdida de tiempo. Cuando un buen día, sin más preámbulo, empezó a hablar de logaritmos, hubo en clase una interrupción inesperada y un tanto escandalosa. La niña del cazamariposas se había puesto de pie para preguntar si aquello, que oía por primera vez, podía significar una mezcla de palabra y ritmo. Las demás alumnas se quedaron con la boca abierta y el profesor se enfadó.
— No hace al caso, señorita Montalvo. Está usted siempre en las nubes —dijo con gesto severo—. Le traería más cuenta atender.
La niña, que ya estaba empezando a pactar con la realidad y a enterarse de que las cosas que traen cuenta para unos no la traen para otros, se sentó sin decir nada más y apuntó en su cuaderno: «Logaritmo: palabra sin ritmo y sin alas. No trae cuenta.»
Carmen Martín-Gaite, Nubosidad variable
Max Ernst, 33 little girls chasing butterflies
0 caminants:
Publica un comentari a l'entrada