avanzaba de espaldas aquel río




Avanzaba de espaldas aquel río.
No miraba adelante, no atendía
a su Norte —que era el Sur.
Contemplaba los álamos
altos, llenos de sol, reverenciosos,
perdiéndose despacio cauce arriba.
Se embebía en los cielos cambiantes
del otoño:
decía adiós a su luz.
Retenía un instante las ramas de los sauces
en sus espumas frías,
para dejarlas irse —o sea, quedarse—,
mojadas y brillantes, por la orilla.
En los remansos
demoraba su marcha,
absorto ante el crepúsculo.


No ignoraba al mar ácido, tan próximo
que ya en el viento su rumor se oía.
Sin embargo,
continuaba avanzando de espaldas aquel río,
y se ensanchaba
para tocar las cosas que veía:
los juncos últimos,
la sed de los rebaños,
las blancas piedras por su afán pulidas.
Si no podía alcanzarlo,
lo acariciaba todo con sus ojos de agua.
¡Y con qué amor lo hacía!
 

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