trenta-tres nenes caçant papallones

En el libro escolar con tapas duras de color azul, hay pegada una foto de carnet. Seguro que esa niña con cara de interrogación en algún momento supo resolver problemas de Matemáticas; si no, no la habrían aprobado. Pero ella no entendía de números. Los números eran un mero dibujo inalterable y los nombres que los designaban no daban pie a la fantasía. Volví a mirar a la ventana y se empezó a recomponer el hilo de la memoria. Una niña en clase de Matemáticas y el profesor que dice: «Está usted en la nubes, señorita Montalvo.»

A ella le gustaba inventar palabras y desmontar las que oía por primera vez, hacer combinaciones con las piezas resultantes, separar y poner juntas las que se repetían. Las palabras un poco largas eran como vestidos con corpiño, chaleco y falda, y se le podía poner el chaleco de una a la falda de otra con el mismo corpiño, o al revés, que fuera la falda lo que cambiase. Alternando la «f» y la «g», por ejemplo, salían diferentes modalidades de paz, de muerte, de santidad y de testimonio: pacificar y apaciguar, mortificar y amortiguar, santificar y santiguar, testificar y atestiguar; era un juego bastante divertido para hacerlo con diccionario. Algunos corpiños como «filo», que quería decir amistad y «logos», que quería decir palabra, abrigaban mucho y permitían variaciones muy interesantes. Ella un día los puso juntos y resultó un personaje francamente seductor: el filólogo o amigo de las palabras. Lo dibujó en un cuaderno tal como se lo imaginaba, con gafas color malva, un sombrero puntiagudo y en la mano un cazamariposas grande por donde entraban frases en espiral a las que pintó alas. Luego vino a saber que la palabra «filólogo» ya existía, que no la había inventado ella.

— Pero da igual, lo que ha hecho usted es entenderla y aplicársela —le dijo don Pedro Larroque, el profesor de Literatura—. No deje nunca el cazamariposas. Es uno de los entretenimientos más sanos: atrapar palabras y jugar con ellas.

O sea, que le daba alas. Y ella les daba alas a las palabras, porque era su amiga, y porque ser amigo de alguien es desearle que vuele. Dibujó otra versión del filólogo más detallada, y esta vez tenía trenzas. A su espalda, un ángel de pelo escaso y nariz aguileña le estaba prendiendo en los hombros unas alas plateadas.

Al profesor de Matemáticas, en cambio, no le divertían nada estos juegos de palabras, le parecían una desatención a los problemas serios, una manipulación peligrosa del dos y dos son cuatro, una pérdida de tiempo. Cuando un buen día, sin más preámbulo, empezó a hablar de logaritmos, hubo en clase una interrupción inesperada y un tanto escandalosa. La niña del cazamariposas se había puesto de pie para preguntar si aquello, que oía por primera vez, podía significar una mezcla de palabra y ritmo. Las demás alumnas se quedaron con la boca abierta y el profesor se enfadó.

— No hace al caso, señorita Montalvo. Está usted siempre en las nubes —dijo con gesto severo—. Le traería más cuenta atender.

La niña, que ya estaba empezando a pactar con la realidad y a enterarse de que las cosas que traen cuenta para unos no la traen para otros, se sentó sin decir nada más y apuntó en su cuaderno: «Logaritmo: palabra sin ritmo y sin alas. No trae cuenta.»


Carmen Martín-Gaite, Nubosidad variable
Max Ernst, 33 little girls chasing butterflies
 

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